ciudadanas de segunda clase

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miércoles, 25 de noviembre de 2015

La violencia de género: un producto social

Cada 25 de noviembre las fuerzas transformadoras, las feministas y los movimientos sociales que comprendemos que debemos abogar por un horizonte de emancipación nos congregamos para reivindicar un aspecto básico de ciudadanía, de apropiación del espacio social y cultural. Tal es el derecho a ser concebidas como seres iguales, sin importar el género, es decir a ser concebidas como parte activa y visible de la producción social.
Sin embargo, en un día como hoy no basta gritar la “no-violencia”, aun cuando sea muy viral o muy en 140 caracteres. Debemos decir mucho más sobre ella. El significado de la “no-violencia” es profundo, y debemos intentar sacarla del mero enjuiciamiento y reproche moral a la violencia. Puesta así, suena más a un sermón de iglesia que una demanda política, y pierde el aguijón subversivo que esta lucha debe encarnar. Aquello provoca que la subversión se convierta en un asunto estético, y no político.   
Si hoy conmemoramos el día a la no-violencia contra las mujeres, no es porque tengamos solamente lástima y pena por la muerte de las hermanas Mirabal en la dictadura de Trujillo en República Dominicana, y por tanto miremos la violencia únicamente desde la victimización, sino que todo lo contrario. Lo que inspiraron las Mirabal para el movimiento Feminista es sobre todo su lucha por la democracia, por la soberanía, lo cual por supuesto no se limita a la contradicción dictadura/democracia, en tanto regímenes políticos, sino a cuánto podemos vivir la vida social, decidir autónomamente los rumbos de nuestra vida colectiva como ciudadan@s iguales.
El fenómeno de la violencia es mucho más que el acto de la violencia, lo visible, el piropo, el golpe, el femicidio, la VIF; tampoco la discriminación salarial, la carrera académica desigual, la feminización de la pobreza, la obligación de la maternidad y la negación del aborto; o, incluso, el abandono de las adultas mayores cuyas pensiones son solidarias producto de la división sexual del trabajo; o  la violación, la cual nos alarma y agrede a todas y todos cuando nos entendemos como parte de un todo. Y ese “más allá” está determinado por un asunto de raíz: la violencia es aquel fenómeno que se desata en la sociedad cuando, como seres sociales, no nos reconocemos como productores (y producto) del proceso de producción social, que en este caso se agencia en la valoración inferior del rol histórico a cualquier identidad femenina o no masculina (en sentido heteronormado).

Y, por tanto, cuando esto ocurre la tendencia a transgredir, la tendencia a violentar, a ejercer dominio desde la trasgresión y el daño, es mayor, porque se nos hace natural.
La violencia arranca de una falta de reconocimiento, de la invisibilización del sujeto que es violentado, y aquello tiene su fundamento en una base material concreta y común, tanto a la mujer golpeada, como a la que no han golpeado nunca, la mujer asalariada y la dueña de casa. La base material de la violencia es la explotación de la fuerza de trabajo, de nuestros cuerpos y nuestras vidas, en que se basa la relación social de producción del orden social capitalista, pero además de aquello que simbólicamente significa que esto sea realizado de esta manera en términos materiales.
El estudio de los procesos capitalistas, nos han enseñado que la base de la riqueza del modo de producción actual es la explotación de la fuerza de trabajo de la trabajadora (o el trabajador). La plusvalía es aquella parte del trabajo que no se remunera al trabajador, por el hecho de que el capitalista es propietario del capital. La violencia del capital consiste en convertir al trabajador en mercancía. Al capital en inicio, no le interesa el trabajador y sus circunstancias, sino su fuerza de trabajo, sea física o intelectual. El capital niega toda subjetividad al trabajador, que pasa a ser un sujeto invisible carente de reconocimiento social. Por ello, cuando el trabajador en la historia adquirió conciencia de sí, y quiso hacerse visible ante la sociedad, el capital arrasó con él mediante la violencia. Sin embargo esto se profundiza, adquiere un carácter de transformación de las formas de dominación cuando el género forma parte del engranaje de la división social del trabajo.
Para nuestro caso, por años el trabajo doméstico en el seno de la familia fue invisibilizado por el capital, se le denominaba no-productivo, reduciendo el capitalismo a lo que pasaba dentro de la industria, omitiendo que era un orden social que organiza al Estado, la empresa, y también la familia y la cultura. El trabajo doméstico, y con ello la mujer, no era reconocida por el capital como parte del engranaje de producción social. Y, por supuesto si el Estado permite a “tu hombre” administrar tus bienes y el producto de tu trabajo doméstico, porque no disponer de tu cuerpo, tu sexualidad e incluso de tu vida. Esa es la base material de la violencia intrafamiliar y la violencia sexual.
Sin embargo, el reclamo “Lacaniano” de que “la mujer no existe” fue paradojicamente escuchado por el capitalismo, siendo la modernización neoliberal la que ha sacado “supuestamente” a la mujer de las cadenas del hogar, pero, para lanzarla explícitamente a las cadenas del capital, ampliando la división sexual del trabajo, ya no a la división trabajo doméstico-trabajo remunerado, sino a lo ancho de cada uno de ellos de manera inter-relacionada. Si la división sexual del trabajo no es más que  la otra cara de la división social, el capitalismo y el patriarcado conviven actuando sobre una alianza macabra que nos condena a la violencia a través de la explotación.
El neoliberalismo ha tenido el talento de introducir la lógica del capital en aspectos de la realidad que son inéditos. Así lo hizo en Chile con los derechos sociales, cuya mercantilización forzó a las familias, incluyendo a las mujeres a trabajar de manera asalariada. Con ello ha ulcerado la base bi-parental de la familia heteronormativa, de “hombre proveedor” y “esposa relegada” al cuidado de los hijos y del hogar, introduciendo la lógica del capital precisamente en el área de los cuidados domésticos o bien ha obligado a realizar dobles roles para cubrir ambos aspectos, un mandato que no ha sido solo desde la clase, sino también desde la condición de “fémina”. Así, es como hoy los servicios domésticos, la alimentación, el cuidado de niños y ancianos, se convierten en ámbitos masivos de empleabilidad de la mujer, en los que la alianza capital-patriarcado se torna explícita. Por un lado, los requerimientos del capital transforman a lo doméstico, lo doméstico se convierte en ámbito de reproducción del capital, en que este último, si bien sólo busca fuerza de trabajo, sin importarle su sexo o género, es el patriarcado el que se dedica a decidir en qué trabajarán las mujeres, y en qué trabajarán los hombres, es decir, de dividir sexualmente la fuerza de trabajo.  
Coincidentemente, el grueso de los argumentos machistas y de los agresores (para eludir el juicio social) se orientan a esta supuesta “emancipación” de la mujer en el mundo del trabajo, en las carencias del mundo del hogar. Los celos muchas veces se justifican por el “descuido de la casa y de la familia” y el aislamiento social propicio para los contexto de violencia en la familia se dan en este marco de situaciones. Sin embargo, lo que aquí me interesa destacar es la falsedad de dicha emancipación, y que no es más que la reproducción compleja de la división sexual del trabajo, y, por tanto de la explotación capitalista, y su violencia como efecto ineludible, a través de trabajos invisibles, de mercados de lo doméstico, de deslegitimación social, de carencia de espacios políticos y de ejercicios de derecho (como los derechos sexuales y reproductivos).

En definitiva, erradicar la violencia adquiere hoy más que nunca un carácter político profundo, por lo que es preciso desarrollar un enfrentamiento al capitalismo y al patriarcado, primero en su carácter antidemocrático, que excluye y naturaliza a las mujeres como seres que si bien ejercemos el voto, no podemos realizar nada fuera de ello como ejercicio democrático, salvo excepciones que confirman la regla, como la presidenta de la república cuyo entorno y membresías permiten que eso se desarrolle. Y segundo en la explotación precisa que el patriarcado articula en virtud del capital, donde lo doméstico es transferencia de valor y cuyo valor si lo pensáramos en serio, es altísimo para los intereses del capitalismo patriarcal. Eso fija el horizonte para erradicar la violencia de género como aquella enfermedad de base, que no se resuelve con el paracetamol del mercado, ni con pequeños retoques a la ley de violencia intrafamiliar.

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